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Nubes

Claudia Alonso

Comencé a fijarme en las nubes cuando iba al Campus Paraíso de la Universidad La Concordia, en Aguascalientes. En aquel entonces recorría varios kilómetros de camino secundario bordeado de milpas. Ese recorrido era un momento de calma que me volvía a mi centro dentro de la turbulencia que era mi vida. Observaba que a veces las nubes se veían barridas por el viento. Otras veces parecían algodones colocados con tachuelas sobre el cielo de color azul intenso, un azul que no he encontrado en ningún otro cielo. Algunas veces parecían algodones de azúcar flotantes que se transformaban en figuras caprichosas o en una cortina que traslucía el cielo. En los atardeceres se coloreaban de matices rojos y naranjas. Era un deleite visual. 


 

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Con mi Palm que, en aquella época, era una novedad, comencé a sacar fotos. Aún las conservo como testimonio de lo que era aquel lugar antes de que la mano del hombre lo transformara en paisajes de asfalto. Y también como recuerdo de lo que viví en aquellos días.

 

Unos años después, nos mudamos a Granjas San Carlos, un fraccionamiento residencial de casas campestres a quince minutos de la ciudad por la 45 Norte (Carretera a Zacatecas), en el municipio de Pabellón de Arteaga. Mientras vivimos ahí, al final de la jornada, el camino de regreso a casa se convertía en un festival de colores: el camino estaba flanqueado por árboles que, formando un arco, nos daban la bienvenida; a los costados se veían prados verdes interrumpidos por las carpas blancas de los invernaderos en las que se cosechaba chile morrón o jitomates. Luego, un pueblito, nada especial, llamado El Maguey, al que recuerdo en café y gris. Pasando el pueblito, de nuevo, verdes prados, y al fondo, a la izquierda, se esbozaban las faldas de la sierra fría, con su niebla que la hacía parecer la entrada a un lugar mágico. Y en el cielo imaginaba que las nubes colgaban de hilos invisibles. A veces, se alcanzaba a ver cómo una nube gris, pesada y aterradora, descargaba su furia en un lugar específico y se podía observar exactamente dónde ya no caía agua, como si fuera una regadera.

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En ese entonces me hice consciente de cómo las nubes eran compañeras silenciosas que me proporcionaban paz y alegrías momentáneas entre todas situaciones y complicaciones que la vida me presentaba.

 

Más de una vez hice esos recorridos con mi papá. Él me decía que agradeciera esas vistas, que eran un regalo, que eran gratis. Pocas veces recuerdo haberlo visto emocionado por algo o poniendo su atención en otra cosa que no fueran sus libros y revistas, el negocio o los problemas que en aquel entonces le abundaban. Esos momentos se convertirían, sin saberlo, en recuerdos que guardo en mi memoria como tesoros. Esos son los recuerdos que me gusta tener presentes y que sirven para desplazar a aquellos que, pese a los años, aún duelen. 

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A toro pasado, sigo observando las nubes y agradezco su presencia, que me recuerdan que la vida continúa, que no morí por las cosas que creí que me matarían y que me transformaron en lo que soy. 

 

A diez años de la muerte de mi papá, mi rutina está muy lejos del camino al Campus Paraíso o de la casa en San Carlos, pero cada vez que observo las nubes, aunque sea en el centro de la ciudad, revivo esos momentos que compartí con él y que, sin planearlo, fueron punto de unión y de amor entre nosotros.

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